Pedro Abelardo nació en Bretaña en 1079 y murió en Chalons en 1142. Fue monje, filósofo, teólogo y poeta. Estudió en París en época de la Escolástica. En la famosa controversia medieval entre nominalismo -que afirma que los nombres abstractos, como virtud o humanidad, carecen en absoluto de existencia real- frente al realismo -que sostiene la realidad de los nombres abstractos o universales-, Abelardo se situaba con el nominalis
En una de sus obras, Pedro Abelardo presenta un diálogo entre un filósofo y un cristiano, comentando una frase de Gregorio que dice, “la fe no tiene mérito alguno para aquel a quien la razón humana le suministra una prueba.” Y, entonces, el Filósofo afirma “en efecto, cuando tu pueblo no es capaz de argumentar la fe que profesa, al momento aduce esta frase gregoriana para compensar su ignorancia. Pues, en mi opinión ¿qué otra cosa puede significar eso sino al asentir a la predicación de cualquier credo indiscriminado sea necio o sensato?” (Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano).
Una de las aceptaciones que la Real Academia da al término “fe” afirma “en el cristianismo, virtud teologal que consiste en el asentimiento a la revelación de Dios, propuesta por la Iglesia.” La fe está vinculada con las creencias. Un interesante tema de análisis es si las creencias que tenemos son voluntarias o involuntarias. ¿Los valores en los que creo son aquellos en los que quiero creer o no dependen de mí? Un tema conexo, que es un clásico, es el libre albedrío: los seres humanos son libres a la hora de tomar decisiones para elegir el Bien o el Mal.
Lo que plantea el Filósofo de Abelardo es una crítica a la frase de Gregorio sobre si la fe necesita pruebas racionales. Puede ser interesante someter a un análisis racional las diferentes creencias religiosas, pero el ámbito de la fe está en otra dimensión. Los creyentes tienen fe, aunque no tengan pruebas según otros, y no obstante, este es el punto clave, siguen eligiendo lo que consideran que es el Bien.
En el mismo diálogo, Abelardo pone en boca del Filósofo la siguiente pregunta: “A mí entender esa es la misma felicidad a la que Epicuro llama placer y vuestro Cristo, Reino de los Cielos. Sin embargo, ¿qué importa el nombre que le demos con tal de que la realidad de la cosa siga siendo la misma?”(…)
A lo que el Cristiano replica que “es incorrecto decir que algo es el sumo bien, si se puede hallar algo que lo supere. Pues lo que es inferior o menos que otra cosa no puede, en modo alguno, ser llamado supremo o sumo. Ahora bien, es evidente que toda felicidad o gloria humana es, con mucho y de forma inefable, superada por la divina. Así pues, ninguna felicidad, fuera de la divina, puede propiamente denominarse suprema. Y, aparte de Dios mismo, nada hay que pueda, en rigor, denominarse el sumo bien” (Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano).
La Real Academia define inefable como que “no puede explicarse con palabras”. El epicureísmo es un doctrina, de la Antigüedad clásica, que aboga por la moderación basada en una clasificación sabia de deseos y placeres. Lo que el Cristiano de Abelardo quiere mostrar en este punto es que la felicidad divina es suprema y supera cualquier forma de felicidad humana.
Cabe hacer dos reflexiones. La primera consiste en considerar que la felicidad divina, según el cristianismo, tiene un componente de vida eterna, más allá de la muerte de los seres humanos. Nuestras decisiones, libremente asumidas, en esta vida humana, tendrán su recompensa en la vida eterna. Cabe plantear qué ocurre si no existe tal vida eterna, ¿por qué actuar de tal modo como si la hubiera? Volvemos al tema de la fe y el libre albedrío. La cuestión clave en las actuales sociedades democráticas e interculturales es cómo organizar la convivencia de forma armónica de seres humanos, que sean o bien creyentes en diversas confesiones o bien que sean agnósticos o ateos.
La segunda cuestión es que, en la época de Pedro Abelardo, la sociedad y la Filosofía eran teocéntricas, Dios era el centro del mundo. Con la Modernidad, el ser humano se convierte en centro del mundo. La organización de la convivencia en la actualidad debe permitir hacer compatibles proyectos de vida de individuos con diversas creencias. La separación entre ética pública y ética privada, en la visión de Peces-Barba, deviene clave para entender que, en una sociedad democrática, no se puede legislar basándose en argumentos religiosos. Como proponen Rawls y Habermas con su idea del deber de civilidad, los creyentes de una religión que quieran participar en la esfera pública deben traducir su argumentos religiosos a términos civiles y compresibles para todos.
Más adelante en el diálogo, el Cristiano afirma: “realmente, si entendemos la virtud en su sentido propio, saber como aquello que obtiene mérito ante Dios, únicamente la caridad merecería aquel nombre. Pero si entendemos como aquello que hace que una persona sea justa, fuerte o moderada, debería, propiamente ser denominada, justicia, fortaleza o templanza” (Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano).
Es interesante porque en los monasterios medievales se hicieron copias manuales de los manuscritos de pergaminos de la obras de Platónh y Aristóteles y otros filósofos clásicos. A la vez que se forjaba una tipo de Filosofía, llamada Escolástica, que estaba apegada a los clásicos y a los Padres de la Iglesia. Una de sus características es que cristianizaron ideas y concepciones de la Filosofía clásica. En estas palabras del Cristiano de Abelardo esto se aplica al concepto de virtud. Las virtudes cardinales para Aristóteles son justicia, fortaleza, templanza y prudencia. Las virtudes teologales son fe, esperanza y caridad. Más adelante, vino Maquiavelo y recomendó al Príncipe no seguir estas virtudes cristianas si quería tener éxito en su función. Lo cual le ha creado cierta mala fama, como muestra el significado del adjetivo maquiavélico.
En el diálogo entre un filósofo y un cristiano de Pedro Abelardo, el Cristiano afirma que “no se da cuenta de que el tiempo del merecimiento se limita a esta vida y el tiempo de la recompensa recae en la otra. Aquí es el tiempo de sembrar, allí será el de cosechar. Por ello aunque la recompensa que se dé por los méritos nos haga mejores, ello no merece otra recompensa, pues ésta se establece únicamente para remunerar méritos y el goce de la misma no conlleva el que se merezca más por añadidura” (Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano).
Si para conseguir lo mejor en la vida eterna, en esta vida se elige el Bien, en la toma de decisiones basada en el libre albedrío -dice el Cristiano de Abelardo- no hay que esperar más recompensa que la salvación en la otra vida. Aunque elegir el Bien nos hace mejores, no hay otra recompensa. Los proyectos individuales de salvación forman parte de la ética privada y las diversas sociedades han de basarse en valores, que forman la ética pública, que puedan permitir la convivencia armoniosa de personas con backgrounds diversos e igual dignidad.